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El bejarano Gabriel Cusac gana el primer premio del Concurso de Relatos Víctor Chamorro 2024

  • Se presentaron 69 obras procedentes de toda la geografía nacional, de Argentina y Bélgica

Reunidos en asamblea los miembros del Jurado Dª. Greta Crespo Fernández, D. Francisco Moriche Mateos, D. Agustín Márquez Díaz, D. Arturo Lomo Solance y D. Jonás Sánchez Pedrero (que además actúa como secretario), en la Biblioteca Municipal “Agustín Arrojo Muñoz” a las 14:00 horas del día de hoy 5 de octubre de 2024, procedemos a fallar el concurso no sin antes resaltar algunos aspectos que han sido destacables por todos los miembros del jurado, que son los siguientes:

La recepción de 69 obras a concurso procedentes (según matasellos) de toda la geografía nacional y otros países como Argentina y Bélgica, quedando 3 de los trabajos presentados fuera de valoración por no atenerse a las bases del certamen.

Resaltar como finalistas a las obras de título: “¿Aquí o allá?”, “Improvisado”, “Epitafio para un barman”, “Un baile de máscaras”, “Costilla de vaca”, “Sic transit gloria mundi”, “Carta de Margarita Manso a su hija”, “Potaje de tagarninas”, “La lotería”, “El resto es silencio” “La fiesta del dragón”. 

1º premio (dotado con 400 Euros) para el relato Sic transit gloria mundi, de SEUDÓNIMO TEDIATO, que corresponde a D. Gabriel Cusac Sánchez (Béjar).

2º premio (dotado con 200 Euros) para el relato: Costilla de vaca, que corresponde a Dª. Elia Cabrero Rodríguez-Estecha (Badajoz).

3º premio (dotado con 100 Euros) para el relato: Potaje de tagarninas, de SEUDÓNIMO DOLORES BROWN, que corresponde a D. Joaquín Correa Barco (Huelva).

   Sic transit gloria mundi

Gabriel Cusac Sánchez

En la escuela nos han enseñado la historia de una mujer -y reina por la jerarquía, la belleza y la inteligencia- que besaba al poeta dormido por feo que fuera.

Gaston Leroux, La muñeca ensangrentada

Cómo es Jesús María Oppenheimer-Sánchez y Fecales de Zamarramala. Atenciones prosopográficas y etopéyicas.

Llamadle Chuchi.

Salvando algunos casos circunscritos a  la infancia y a determinados tipos de vesania, ningún lector es capaz de formar una imagen mental siquiera aproximada del personaje descrito en un texto, del mismo modo que para saber cómo son un manzano, un mejillón o la flor de la canela hay que verlos, no consultar el diccionario. Sin embargo, considerando que este tipo de retratos artificiosos forman parte de los cánones literarios (considerando además que existe una gran probabilidad de que el jurado de este concurso, amén de ilustre y soberano, sea también gran observador de los cánones literarios), procederemos al engorroso,    pero necesario, trámite  descriptivo que, en su parte prosopográfica, podría intitularse Chuchi, o cuando la anatomía es un agravio.

Chuchi es un ser escuchimizado, una miseria de hombre que alcanza el metro sesenta con problemas y tiene las carnes justas para envolver la osamenta. Este prototipo de canijo, este auténtico miñambres de pechos acuchillados por las costillas, padece empero una enfermedad paradójica, una enfermedad rara como un obispo apóstata o una mariposa de diciembre, pero que sin duda existe y es culpable no solo de la desproporción manifiesta de sus pies, manos y apéndice central, sino también de su mote, léase don Nosferatu, donde el tratamiento pronuncia la coña. Si Chuchi enterrara sus manos, quizá arraigaría. Si Chuchi enterrase sus pies y alzara los brazos, sería algo parecido a  esos árboles personificados que salen en los cuentos infantiles. Para completar el ramito, añádase que Chuchi cojea de la izquierda por una polio. Mirando por el lado bueno este breve, pero cruento, catálogo de adversidades físicas, cabe apuntar que Chuchi se libró de la mili, rito de iniciación patriótico antaño obligatorio.

En lo que respecta a la segunda parte de las descripciones prosopográficas canónicas, o sea el rostro, todo resulta mucho más sencillo señalando al atento lector el término médico facies peritoneal,  concepto que  resume excelentemente este apartado aunque, en puridad, no podamos hablar de cuadro clínico. Comprimida y sufriente per se, como hecha un gurruño, semejante facies queda enmarcada o escondida, depende, por una media melena -negra como ala de cuervo, negra asimismo como la propia ceja doble de Chuchi- donde se concilian el mester de juglaría   y el heavy metal, dada la prolongación de la misma en sendas patillas de hacha. Otras reminiscencias medievales asoman en: a) los pómulos, marcados como almenas; b) la nariz, abultada y granosa, con cierto aspecto de bola de mangual; c) la mandíbula inferior, tal ariete d) orejas de soplillo en los flancos de la facies o panoplia, a modo de tenantes custodios. Utilizaremos una referencia moderna, empero, para construir otra bella metáfora calificando su sonrisa de estadística, por lo de las gráficas de barras. Y la última pincelada de este lienzo: ojos verdes, muy bonitos, en el fondo de las cuencas, dos esmeraldas tiradas a sendos pozos.

Hoy por hoy, Chuchi tiene cincuenta y cinco años.

Finadas las dos partes canónicas relativas a la prosopografía, únicamente resta atender la etopeya. Luego ya empezaremos a contar una historia.

Etopéyicamente, Chuchi es un tío muy majo, vaya que sí. Por eso no mentimos al calificarle como bella persona, aunque no sea una persona bella.

Y ya, sin más dilación, pasamos a contar qué le pasa a Jesús María Oppenheimer-Sánchez y Fecales de Zamarramala, alias don Nosferatu,  llamadle Chuchi.

Qué le pasa a Chuchi. El meollo propiamente dicho.

      Chuchi vive en una pequeña ciudad salmantina, descolgada del campo charro, cuyo nombre no aparecerá en estos papeles discretos. Si hacemos caso a los postulados del  determinismo geográfico, el entorno privilegiado de dicha (o no dicha) ciudad asegura la altivez, la nobleza, la generosidad, la firmeza de carácter, la amplitud de miras de su paisanaje. Si hacemos caso al refranero popular, en todas partes cuecen habas. Si nos olvidamos de pamplinas, resulta bastante significativo explicitar que no tanto por su peculiar fisonomía urbana, a modo de franja extendiéndose elásticamente sobre un valle, como por la todavía más peculiar idiosincrasia de sus habitantes, es llamada la ciudad estrecha. En ella conviven pacíficamente unas doce mil almas, unidas por las fuertes trabazones de la vecindad, los intereses comunes, la genealogía recurrente, la desconfianza frente al extranjero, el chismorreo, la envidia, el acentuado complejo pueblerino frente a la ancha y cosmopolita capital de provincia, etc. Un lugar del confín de Castilla, en definitiva, bastante habitable en términos generales, donde Chuchi saluda a los vivos, entierra a los muertos y perdura en una soltería aparentemente plácida… Pero sólo aparentemente, y entra aquí el meollo, o sea nudo narrativo.

Porque esta placidez, el sentencioso recurso del buey solo, no es más que una coartada convencional, un falso impermeable del alma, un disfraz que le proporciona cierta comodidad a la hora de posar frente al mundo, pues enseñar la desgracia significa multiplicarla (o eso piensa nuestro personaje). En realidad es ya rancia su inquietud de encontrar la media naranja; nada desea más desde que dejó atrás una niñez no especialmente memorable, cuando su nombre equivalía al toque a rebato contra el chivo expiatorio. Pero esa complementaria mitad de salustiana, valencia o navelina también lleva retrasando su advenimiento desde entonces, con una tozudez indiciosa de la utopía, sin un resquicio siquiera probable donde pudiera haberse despistado la fatalidad. Chuchi, durante tan largo periplo, no ha tenido ni rollos, ni aventuras, ni noviazgos, y solo las recurrentes procuras de la piel y la palabra mercenarias han supuesto, siempre con un regusto amargo, el pobre lenitivo a la carencia de una compañera amada[1].

La empresa de conseguir esta compañera, dadas sus hechuras (las de Chuchi), resulta harto compleja; al no padecer de idiocia, es muy consciente de ello. Lo rubrica la frecuencia de un sueño. Chuchi está en la barra de La Venus  Sexy, atrapando una copa entre su diestra, especie de tenaza prensil que convierte el vaso de tubo en una probeta. Sostiene un cigarro con la otra mano -en La Venus Sexy, ínsula libertaria, se permite fumar, esnifar y hablar en voz alta-, y cada vez que da una calada parece que va a sacarse los ojos. Como una noche de sábado cualquiera, de no ser porque el prostíbulo alberga una clientela bastante distinta a la parada de los monstruos habitual, y tanto a su lado pide un cubata el de Frankenstein que Quasimodo se mete en el reservado con la mulata Marlene, o entran en el garito Michael Jackson y Mick Jagger; el hombre lobo, con un chándal del Athletic, siempre está echando a la tragaperras. Suena una canción de Los Chunguitos una y otra vez, una y otra vez bebe como los peces del villancico sin que el sol y sombra se agote, fuma el cigarro infinito. Y despierta Chuchi sudoroso, sediento y abatido, sintiéndose más freak que nunca. Luego se pregunta por qué el hombre lobo viste chándal del Athletic, si el fútbol le trae al pairo, pero este enigma, al fin y al cabo, es baladí.

Al asunto de las hechuras, de su fealdad teratológica, deben añadirse dos problemas secundarios: la propia estrechez de la ciudad estrecha, donde todas las mujeres solteras, si no están comprometidas, lo parecen, y un oficio que, acaso debido a cierto recelo supersticioso, no favorece precisamente el establecimiento de las relaciones amatorias. Contrariedades que nos ofrecen la oportunidad, por fin, de utilizar la palabra tesitura, del mismo modo que, con anterioridad (y, modestia aparte, también con buen tino), hemos recurrido a otro vocablo culmen de nuestro léxico: periplo. Pues bien, ante esta tesitura, Chuchi lleva algunos años desarrollando una respuesta que hasta el momento no ha dado los frutos deseados, pero en la que confía ciertamente. Se trata de publicitar su belleza interior, de compensar, digamos, los estragos prosopográficos  con las virtudes etopéyicas. Hablando más claro: Chuchi busca la notoriedad, la fama. Aunque no la fama per se, fatua aspiración sintomática del complejo de inferioridad, sino la praxis de la fama, ésta como inefable reclamo de su media salustiana, valencia o navelina. Existen, al caso, varios caminos. Caminos fatigosos, como la gesta deportiva; caminos impúdicos, como la política (donde la competencia es aún más feroz); caminos inanes, como el regicidio; caminos de ancho acceso, pero que la masificación convierte en intransitables, como el voluntariado heroico; y trochas más que caminos, cuajadas de tropiezos, barrancos, sumisiones y decepciones, como las que conducen al caro Olimpo literario. Pues bien, Chuchi ha decidido atrochar.

Chuchi pretende ser un gran escritor. Aunque acaso sazonada de tópico y esperanza, Chuchi tiene la certeza de que todas las mujeres sienten admiración por los escritores; sostiene Chuchi que es este un oficio muy vistoso y seductor, con más gancho incluso que otras profesiones tan bien consideradas a la estima femenina como médico, bombero o policía. A un escritor, solo por serlo, se le atribuyen virtudes estupendas, como la sensibilidad y la inteligencia; un escritor es un ser maravilloso capaz de extasiarse con los amaneceres y los ocasos, e incluso entre medias, a cualquier hora del día, puede regalar los oídos de una dama con ternuras y lindezas. Dos o tres metáforas bien dichas, y a la dama ya le están haciendo los ojos chiribitas… ¡Qué praxis! ¡Menuda bicoca!

Sí, ser escritor, prosista o poeta. A los efectos tanto da, aunque quizá  lo de poeta suene bastante mejor (dramaturgo también suena fabuloso, pero, de teatro, sólo conoce  La venganza de don Mendo) y, además, Chuchi ya ha hecho sus pinitos líricos. La gente parece que no se ha enterado, pero en estos papeles estamos hablando del eximio ganador de las tres últimas ediciones de las Justas Poéticas Fúnebres, concurso dotado con 250 euros y Calavera de Oro para el vencedor, que patrocinan conjuntamente la Asociación Nacional de Enterradores y la empresa funeraria Suspiros de España. Las calaveras no son de oro, esto se puede considerar una licencia poética. Son de escayola y están pintadas de purpurina, pero muy logradas y a tamaño natural. Chuchi, apañado como él mismo, ha logrado integrarlas armónicamente en el conjunto de la decoración doméstica, colocando una a cada lado del televisor y otra, alzada sobre dos cajas de zapatos y un tarugo zagueros, asomando por encima de la pantalla. A este conjunto bizarro, Chuchi, que es todo un Góngora, lo denomina Podio Fúnebre, y ya está pensando en cómo no romper la armonía decorativa si gana la siguiente edición.

Con tales precedentes, cabe confiar en el potencial lírico de Chuchi, quien aspira a dar el salto presentándose a concursos literarios de más renombre y, por qué no, de más remuneración. Como él dice, el éxito está en ciernes/como lo está del jueves el viernes. Y es que ser poeta es una opción vital.  Otra cosa es ganarse los garbanzos, claro. Pero en tanto llegan los preciados laureles de la dea Fama, Chuchi va formándose, y, de momento,  ya es  todo un erudito en cuanto a poesías  fúnebres, macabras,  necrófilas y similares. Un necrolírico, podría decirse. Muy pocas personas (entre las que indudablemente, empero, se cuentan los miembros del ilustre y soberano jurado) están versadas en la materia. ¿Quién conoce los Epitafios de Villon y de Corbière? ¿Y las Tumbas de Mallarmé? ¿Y Como un lejano estanque de Jean Lorrain, El lecho de la muerte de Montesquieu, el Testamento de Charles Cros o La primera noche de Jules Laforgue? ¿Pero quién coño ha leído todo esto, eh, quién coño?

Chuchi sí. A nuestro vate sepulcral quizá sólo le faltaría ser enterrador en un camposanto de postín, el  Père-Lachaise, el Histórico de Londres, el romano de los poetas, para que el caudal de su inspiración, de su particular y, de momento, modesta Castalia, aflore a borbotones. Sin embargo, el cielo de sus esperanzas se ve entorpecido por los sombríos nubarrones de la duda. Y la duda versa sobre su propio talento. Porque, aunque no dejase de acumular calaveras de purpurina, aunque convirtiera el comedor en una versión casera y áurea de la cripta  dei capuccini o de la capela des ossos, su poesía tiene la transparencia del agua. Es decir, se le entiende todo. En cambio, a todos los de antes… ¡a veces parece que hay que darles de comer aparte! Lee los versos de sus maestros, de tales sepultureros máximos, y hay algunas cosas que entiende, otras que cree entender y muchas que son jeroglíficos insolubles. Lee los suyos, y echa de menos tanta mandanga y retorcimiento. Tienen, los susodichos, un estro complejo y sutil, un estro de agárrate y no te menees. Todos, además, de los tiempos de Maricastaña, unas auténticas momias… ¿No habrá escogido una especialidad trasnochada? ¿No serán, además,  las Justas Poéticas Fúnebres, un concurso -acaso, nunca mejor dicho- de mala muerte?  ¿Por ende, no serán, sus aspiraciones líricas, más fatuas que los fuegos fatuos? ¿Y no supone el colmo de la hipocresía meter, a la primera de cambio, el sic transit gloria mundi en todos sus poemas, cuando precisamente lo que busca es la gloria mundi a toda costa?

Además del sic transit gloria mundi le preocupa el tempus fugit. Ya corrido, muy de largo, el medio siglo, Chuchi cree que ha llegado el momento de tomar decisiones, de emprender la revolución personal (de hecho, por ejemplo, no hace ni tres días que pidió por internet una pala americana, una de esas palas estrechas y de mango largo que usan todos los sepultureros y profanadores de las películas); el cambio debe suceder ahora o nunca.

Chuchi ya ha dado el paso, y muda a la prosa. Lo hace, por añadidura, presentándose a un concurso de enjundia y solera. Ha construido un texto sincero, una gavilla de folios a medias entre la confesión y la instancia, una suerte de microbiografía con sus adjetivos, sus metáforas y sus preceptivas atenciones prosopográficas y etopéyicas. Ahora, espera el fallo.

Adónde conduce toda esta milonga: el desenlace.

Que depende de los ilustres y soberanos miembros del jurado, a quienes, gentilmente, se ofrece la inédita conclusión de esta historia.

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